Por Allan Astorga, geologo, Anais Villalobos, economista  y Jorge Lobo, biologo en nacion.com

Como parte del debate abierto sobre los beneficios y bondades de la minería metálica, y su “necesidad” como una actividad indispensable, es importante aclarar algunos aspectos relevantes sobre su utilidad como generadora de progreso y sobre sus costos y riesgos ambientales.

Como premisa se puede decir que, para la humanidad, la extracción y uso de los metales resulta indispensable, en particular para una civilización que cada vez se basa más en el uso de la tecnología. No obstante, ello no significa que se deba aceptar otra falsa premisa de que todos los yacimientos mineros metálicos deban ser explotados.

Hasta no hace mucho, la medición de tales costos y beneficios se realizaba mediante una simple ecuación, basada en un razonamiento matemático-financiero que estimaba costos y beneficios de la empresa, carente de un enfoque con responsabilidad social y ambiental. Bajo esta definición, la “necesidad o no” de la extracción de ese metal del subsuelo está determinada por el precio del bien, definido por el mercado, como un asunto de oferta y demanda. Se excluía toda clase de externalidades o impactos, para cuya medición las ciencias económicas proveen múltiples herramientas, así como reflexiones y advertencias sobre políticas públicas desprovistas de una efectiva regulación, que permita un balance final positivo para la sociedad en general.

Costo beneficio ambiental y social: la Declaración de Rio en 1992 redimensiona la discusión. Un elemento adicional se impone y es la valoración de costos y beneficios para determinar la viabilidad ambiental de una actividad humana dada. Es decir que, además de considerar el asunto económico se hace indispensable incluir, los costos ambientales y sociales y de esta manera, en el balance final, se puede tomar la decisión de si puede ser viable o no.

En la valoración del costo y beneficio ambiental, se incluyen factores que se consideraban insignificantes, o como posibles “daños colaterales” de la minería. Se incluyen el daño irreversible a los bosques, la biodiversidad, las aguas, los acuíferos, el suelo, el aire, el paisaje y las comunidades humanas y sus patrones culturales. También el potencial de riesgo que representa la actividad y el costo potencial de la remediación de daños en caso de accidentes y desastres. Esta nueva contabilidad ambiental valora la importancia del reciclado y uso racional de las materias primas obtenidas de la minería.

Cuando todos estos factores se incluyen en la valoración de la actividad, la situación sobre cuando una mina es viable o no, cambia, particularmente en países tropicales y subtropicales, donde la fragilidad ambiental es mayor. Y es precisamente esto, lo que hace que ciertos proyectos mineros, aunque demuestren la existencia de un yacimiento explotable, no necesariamente son viables, pues sus costos ambientales y sociales, son superiores a los beneficios económicos netos que van a generar.

Experiencia en Costa Rica: en los últimos 25 años; tres minas de oro, tres fracasos: Macacona, Beta Vargas y Bellavista. La mina de Macacona, operó por 9 años manejada por una minera transnacional. Abandonó el país repentinamente sin indemnizar los daños causados, entre los que figuran la contaminación de una quebrada por el depósito de estériles, colas y aguas cianuradas. Se dio la reducción y alteración del cauce de la quebrada, deforestación y apertura de tajos que dañaron los acuíferos en la zona del proyecto.

La mina Beta Vargas en Río Lagarto, fue la segunda del tipo “a cielo abierto”, era propiedad del canadiense Lyon Lake Mines, y operó en los años 1997 y 1998. Cesó actividades sin que hubiera claridad sobre el por qué. Sus propietarios abandonaron el país sin compensar los daños causados al ambiente, como el impacto en el bosque y los efectos por construir la planta, los tajos, el cráter y las pilas de lixiviación. Aunado a ello contaminó el río Lagarto con aguas cianuradas, daño en acuíferos por apertura de tajos y daño en la biodiversidad.

La mina Bellavista, propiedad de otra minera canadiense, la cual operó dos años y en el 2007 suspendió sus actividades tras el deslizamiento de toneladas de materiales. Lo peor de todo es que este desastre fue vaticinado por los ecologistas desde el 2000 (Informe de la química Ana Cederstav, AIDA) y por ella misma ante la Sala Constitucional en mayo del 2005. Aunque en el 2006 reportó ganancias superiores a los ¢3 mil millones, su aporte al país fue solo en salarios, ya que se acogió al régimen de Zona Franca por lo que no pagaba impuestos. Generó impactos en el bosque en una zona de recarga acuífera y alto riesgo geológico, además de efectos en las aguas superficiales.

Aún se espera por parte de nuestras autoridades "ambientales" poco hacendosas sobre este caso, un diagnóstico independiente sobre las consecuencias del daño en la cuenca y su probable impacto en el golfo de Nicoya.

Como puede verse el modelo de minería metálica en un país tropical como Costa Rica, no es funcional, dado que sus costos ambientales y sociales son superiores a los beneficios económicos que produce. Beneficios que son casi todos para la empresa, ya que el canon minero del Código de Minería es risible y ridículo (apenas un 2%, mientras supera los 30% o hasta 40% en países desarrollados).

El potencial “minero” de Costa Rica, no está en la minería metálica. Está en su rica biodiversidad, sus suelos fértiles, sus paisajes, su gran riqueza en aguas superficiales y subterráneas y en particular, en su gente, sus indígenas, cuyo conocimiento sobre plantas curativas interesa cada vez más a científicos de todo el mundo; no en la utopía de una explotación minera a cielo abierto que solo beneficia a las mineras transnacionales.

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